I

Lance Spencer no conocía a Alberto Laiseca. Santiago Nasar tampoco. De él sólo había leído un par de cuentos sobre monstruos y el primer capítulo de Los Soria, un libraco para nada portátil, que encontró de casualidad en casa de un amigo y cuyo tamaño impidió la sustracción que seguramente habría acabado con la amistad.

Sin embargo, con Alberto Laiseca, tenía una relación de dos grados de separación. La culpa era de ese otro escritor, un cuentista precisamente, a quien había conocido en Esquel mientras presentaba este su segundo libro de relatos en un evento en que él, Santiago Nasar, se había colado.

Eran dos las razones que lo hacían al cuentista responsable: el tener en su posesión los mentados libros; y, en Puerto Madryn, haber incurrido en la indiscreción de presentarle a María, fatal y mujer, en ese orden, dueña de ese infierno azul con cuya endemoniada mirada, le cautivaría tanto a él, como a Laiseca, y frente a la cual el cuentista parecía poseer algún tipo de amuleto que, si no bien no le hacía inmune, le protegía al menos de la sumisión absoluta.

El caso es que antes de tenerlo frente a sí en esa mesa, en ese café en la Av. Pellegrini, a Laiseca lo había visto precisamente en una foto con María, en la que, con mucha precisión, simula ser un vampiro que va a morderle el cuello.

De lo que pasó luego poco se sabe, pero al parecer, una cosa es escribir sobre demonios y otra cosa jugar con ellos; pues cuentan las malas lenguas que ese chiste le salió caro, que la suya se trabó y no pudo volver a hablar hasta el día siguiente después de haber abandonado la ciudad. Algunas versiones dicen que al parecer fue el estómago el que se le cerró, pero eso es irrelevante.

Hay un motivo por el que Laiseca y sus vicisitudes en Puerto Madryn vienen a cuento, y es porque, si, precisamente, ese de la foto era él, entonces debía ser también él ese que estaba ahí sentado.

En condiciones normales Santiago Nasar se habría presentado y le habría contado sobre su aficción por las bombas de tiempo y la ridícula conexión que creía existía entre ellos, pero estas no eran condiciones normales.

Sucede que a ese hombre delgado que conversa con él, con Laiseca, se le conoce como El H, mientras que las dos chicas responden a los nombres humanos de Eli y Meli, lo que significa que Alberto Laiseca se encuentra completamente rodeado de payasos.

Es este y no otro el motus fundamental que evita que se presente y lo salude: Santiago Nasar sufre de una potentísima fobia a sujetos con narices rojas. Y no es para menos. Dentro de entre todos los engendros de las artes escénicas, ni siquiera los temibles mimos, ni las ballerinas clásicas se comparan frente al pavor que los narices rojas le engendran. Su condición es la siguiente: Santiago Nasar puede estar en el mismo salón que cierta cantidad de personas-payaso, y no sufrir un colapso nervioso, siempre y cuando aún mantengan forma humana. Sin embargo, una vez la transformación está completa, una vez el rostro se deforma y aparce la nariz, su pánico resulta irrefrenable.

Igual, nunca buscó ayuda. Todo lo que Santiago Nasar sabía sobre este mundo nasal, lo conoció a partir del diario de Lance Petule Spencer, un periodista inglés de abuelos chilenos que detestaba su segundo nombre, por lo que en sus reportajes siempre lo omitía, pero que pese a los años de esfuerzo, tinta, dinero y saliva no pudo lograr removerlo de la correspondencia que mantenía con su familia materna. El suyo, fue uno de esos casos en los que la desgracia acompaña, literalmente, hasta la tumba. Tumba sobre la que su madre, después de haber traído su cuerpo desde la Argentina, hizo escribir, Petule fue ante todo un artista, palabras que además pronunció en su epitafio en un tono grave, según la reseña un periódico local.

Santiago Nasar no le conoció como artista, sino como periodista. Lance Spencer, que cubría desde hacía ya varios años una historia sobre la nariz como símbolo en el arte contemporáneo había ganado cierta notoriedad luego de que la Revista TIMES reseñara su curiosa entrevista a Mario Bellatín, famoso a su vez por haber documentado y traducido al castellano tanto las obras del renombrado narigón japonés Zenchi Naigu -Shiki Nagaoka- como la de su íntimo amigo, el menos conocido Ryonosuke Akutagawa.

Pero Spencer, que era un tipo con una nariz de proporciones normales, incluso, hermosa para el cánon occidental, no detuvo allí sus investigaciones. Igual que Nasar se había obsesionado con el tema. Después del éxito en la Times, escribe notas intrascendentes sobre temas diversos: crímenes de cuello blanco en el caribe, la relación entre el consumo de destilados y el número de alcóholicos anónimos en Rusia, el estilo narrativo en los cuentos de espanto caribeños, galeses y nórdicos y entonces pufff, desapareció. Simplemente no se ecuentra nada con su firma, y apenas alguna que otra referencia en exposiciones fotográficas sobre bigotes y en una campaña de lápiz labial. Esto claro, hasta que el día después de su muerte cuando en un periodico santafesino Santiago Nasar alcanzó a leer “después de varios días en coma, muere periodista inglés…”

En su diario, se encuentra alguna pista de su paradero después de agotada su fama. Pasó varios años en Francia, España, México y Argentina. Al parecer, no están muy claras las fechas, se había vuelto transhumante, es decir que su obsesión había llegado a un punto tal, que se unía a cada circo que veía pasar. Perseguía, literalmente cualquier indicio de payasería, hasta que tuvo que huir de europa después de ser señalado como un espía del gobierno por unos hermanos gitanos.

En América usó otro abordaje. Se acercó como escritor. Era un habitué de las ferias de artesanos y de las de libros independientes, en las que muy bien se hizo pasar por un mal poeta bukowskiano, en crisis porque se había enamorado de una payasa muerta trágicamente en europa. Cómo poeta era malísimo, pero habiendo leído algunas de las versiones de la muerte que había creado para su amada, Santiago Nasar llegó a la conclusión de que era un buen narrador gore.

Por eso, la muerte del periodista Lance Spencer, en Rosario, justo en la semana en que había llegado él, capaz que el único lector latino que lo recodaba, le pareció a Nasar como una señal. Por eso fue él quien hizo las diligencias para contactar a la familia, lo que sin saberlo, obró para que fuera él quien recibiera de la policía, un diario ilegible cuya última entrada fuera el siete de septiembre y que solo contenía dos letras, al parecer iniciales, se le antojó a Nasar.

El diario, por decirle de alguna forma, pretendía contar cómo se fue metiendo de a poco, dándose a conocer y ganando la confianza de varias personas clave del gremio, pero en realidad, la mayor parte del cuaderno no es más que una sarta de eventos aparentemente inconexos. Más parece un manual para una bohemia pobre y posmoderna: lugares donde parar, cómo hacer que te levanten, inventarios de drogas y con quienes conseguirlas, experimientos sexuales diversos, borracheras demoledoras, travestismo, fugas… todo lo cual ya conocía pero que el inlgés igual anotaba con aparente rigor.

En todo el primer año, solo ocasionalmente escribió sobre narices o payasos, hasta que en fecha de veinticuatro de agosto, anota sobre un payaso moribundo, víctima de un mal que se come la cabeza, quien delirando con una fiebre altísima, no dejaba de repetir un balbuceo incoherente en la que cada cierta cantidad de palabras repetía la palabra nariz y del cual Spencer anota: “nariz, la nariz, es la nariz, la tiene él, la nariz”.

A diferencia de Spencer, nada raro le pareció a Nasar ese delirio. De toda la parafernalia que conforma el cuerpo del animal-payaso, la nariz, bien lo sabía él, es por mucho la más simbólica, la más emblemática, la que más evoca. Además es sabido que las hay redondas, cuadradas, especiales y personalizadas; de todo tipo de tamaños, materiales y calidades e incluso, que hay payasos que pasan toda su vida buscando esa nariz perfecta, así que al leerlo no le dio mucha importancia.

Pero entonces la historia se pone rara, no sólo porque no se da ningún indicio sobre a qué persona, ni a cuál nariz se refiere, sino porque dicho paciente, a quien Spencer no nombra, sorpresivamente empieza a mejorar y acepta conceder una entrevista. Esto llevó a un emocionado Lance Spencer a marcar la cita con signos de exclamación, a todas luces un exceso para su temperamento inglés, sobre todo porque la entrevista nunca se llevaría a cabo, debido a la súbita muerte del paciente payaso.

Hay quienes creen, o al menos parecía creer Spencer, que para morirse así el viejo payaso necesitó alguna ayuda, pero poco dice en sus apuntes salvo la mención de la última persona que vieron salir de la habitación del muerto; un doctor altísimo, de pelo blanco y bigote nicotinado. Bigote nicotinado.. si escribiera sobre eso usaría mejor el café, pensó Santiago Nasar, encafetado, mientras pasaba la página.

II

De entre todas las ciudades del continente, es Rosario la que concentra la mayor cantidad de personas-payaso per cápita. Así que ninguna racionalidad medianamente coherente parecía justificar allí la presencia de Santiago Nasar.

Una vez, a sugerencia de Mayra, se perdió por un pasillo de una galería vieja. ¡Piérdete! Le había dicho ella, y así lo hizo. Caminó por San Martín, hasta Córdoba. Por culpa de la primavera húmeda del paraná, y esos caprichos del polen, le faltaba un poco el aire, como si le entrara por la nariz pero sus alveólos o sus pulmones no supieran que hacer con él, o no lo quisieran. Entró a una galería. Ojos rojos, respiración corta, garganta irritada. Le pasaba lo de siempre, por alguna razón le preguntaban si tenía faso. No tenía. Miró alrrededor y vió el taller de un luthier y una serie de jóvenes que parecían aprendices. Una vez en Bolsón conoció a una chica que era también aprendiz de luthier, y que tocaba el chelo. Le gustó, pero no se lo dijo. Igual que aquella vez, se quedó un rato mirando. Luego sacó la filmadora y empezó a caminar por el pasillo.

Esto fue lo que filmó: pies subiendo una escalera de caracol cuadrada / afiches de funciones de teatro, más teatro; teatro.. curso de tela en alguna frutería o sexshop peruano: la perú… algo con peras; y clases de matemáticas a domicilio en una pared que da a un pasillo / una puerta donde se escuchan risitas de mujer pero a través de la que no se ve nada / el pasillo, todo el pasillo hasta el fondo, hasta el último huequito de la cerradura. Un poco arriba, un poco abajo, el mundo borroso al otro lado / gente caminando por el piso infierior donde un chico se mete un dedo en la nariz cuando cree que nadie lo está viendo. // En fin, una porquería, pero tenía la idea de que acumulando muchos videitos cortos en el futuro algo se le ocurriría. Además estaba en zofoque y no tenía otra cosa que hacer. Se sentó a ver lo que había hecho y, como dios, vió que no era bueno. Así que zafaconcito y delete. Solo conservó el video del pasillo.

Salió por Maipú cuando recuperó el aliento. Una vez en la calle, pensó en caminar hacia el río pero cambió de idea. Le gustaba caminar filmando sombras. Tenía pies y sombras de rosarinas en mar del plata, alemanas en ushuaia, israelitas en punta arenas, australianos en el chaltén y chilenos en rosario, y demás combinaciones exóticas; típico del sinoficio, pero ante el fiasco en la galería dejó la cámara guardada. Caminó erráticamente algunas veinte o treinta cuadras antes de regresar a Pellegrini, esperando la mansitud de las aguas o que al menos Mayra le permitiera sacar sus cosas.

III

A la hora con cuarenta y siete minutos, el negro Osvaldo Ulloa, servía un cenicero, tres cafés y un fernet, sin nada para comer, a los clientes de la mesa seis. Estos artistas.. pensó, pero de eso no dijo nada, y con voz de rutina ¿algo más? preguntó sin recibir respuesta. Estos artistas…

Un cuento de espanto que usan las mamá payaso para dormir a sus crías. Dijo Laiseca.

Nada raro, circulan mil historias sobre payasos macabros y hasta se han hecho un par de películas. No podría ser un poquiito más específico dijo cargada de ironía La Meli, con gesto de cabeza y una sonrisa plana.

Bien, lo que tiene de particular esta historia, prosiguió sin perder la calma Laiseca, es que no solo se presume verdadera, sino que habla sobre el origen de la nariz clown, del Adán y la nariz primigenia.. Al decir esto notó Laiseca como el H y la Eli se miraban.

El H dándose cuenta de lo que acababa de ocurrir, sin más rodeos empezó a decir que en un lugar de Siberia, cuyo nombre no intentaría acordarse, hubo un circo que recorría la vastísma estepa rusa. Eran los tiempos de los zares y Adán Payaso, que era un alcohólico ruso de dos metros, y de quién se dice no era muy gracioso que digamos, no quiso ser originalmente payaso sino trapecista. Así que su tamaño fue su condena. Y no solo era grande, sino que también tímido. Además, frustrado, ya no hacía ejercicio y bebía como animal, lo que había tenido dos nefastas consecuencias sobre su anatomía. La aparición de una respetable protuberancia abdominal, es decir, una panza olímpica, y la inflamación y enrojecimiento de la nariz consecuencia del exceso de bebidas destiladas, y la mala alimentación. Luego, llegado el momento, dada su singular fisionomía le convencieron de que tratara como payaso, rol secundario en aquel circo en el que las estrellas indiscutibles eran Nadia la trapecista y Mago el mago.

Todos esos aburridos detalles, parecían interesar a Laiseca; el H no entendía por qué, y se detuvo mirando de reojo al novelista y a las chicas. Pero ante la insistencia de aquel, continuó su relato dicendo: así pasaban los días del Adán Payaso, que se hacían más miserables conforme el circo ganaba mayor notoriedad. Y tanta fue la fama que dicho circo alcanzó, que se dice que no hubo príncipe aristócrata que no le conociera. Y así una noche, cerca de San Petesburgo, a carpa llena de gente de todas las calañas, Adán Payaso irrumpió en el número del mago, le incendió la capa una antorcha y gritando dijo: ¡¿quieren magia?! Luego, llevándose las manos a la cara: ¡abraaa caddabrrrrrraaaaa aaaaaaaaaahhhhhh aaaagggggggggghhhh!

En un solo movimiento se había arrancado la nariz.

El público se petrificó, absorbió con la boca todo el aire que pudo, y un silencio espectral colmó la carpa. No hubo tiempo para sentir el tabique dislocarse, la piel abrirse, o el tejido desgarrarse, pero todo el mundo paració completar la imagen, menos Mago el mago que tal vez por el vacío había logrado apagarse la capa. Sólo Mago el mago, con su acelerada y ruidosa respiración perturbaba ese espacio sin aire, recién nacido. El mago, que solo había visto el fuego y la espalda del payaso, notó que le faltaba el aliento; miraba pero no entendía, apenas un olor viscoso, era todo; hasta que miró el piso, los pies, no los suyos, los de él, los de Adán Payaso, rojos, pero no solo rojos, manchados, una cascada rodando, como pasa en los glaciares de montaña, y una laguna verde se forma, había soñado con eso, pero no era agua lo que veía, era otra cosa, más espesa y roja, pero él pensaba en las montañas, en que tal vez quería hijos y en que se estaba poniendo viejo, pero volvió y se acercó intentando tocar el hombro del imbécil que estropeó su último acto.

Cuando el clawn se voltea, mira al mago de frente, directamente al rostro, lo que brota de él lo salpica, lo mancha, y Mago el mago se desmaya. Entonces todo el público empieza a reir. Primero tímidamente y luego a carcajadas que no parecían terminarse nunca, aplausos de pie, y el equivalente en ruso a los bravos y las hurras. Las versiones más decadentes cuentan de orgías de sangre que se desencadenaron en ese lugar. Pero, aclaró el H, eso parece más la imaginación de algunos cuentacuentos más sádicos.

En lo que todas las versiones coinciden, continuó, es en que la gente empezó bajar al escenario para saludar y ver con sus propios ojos lo ocurrido. Todas cuentan como un incomprendido Adan Payaso, bañado en rabia apretaba en su puño la nariz, sin dejar de mirarse la manos, la abría y la cerraba, cómo si fuera incapaz de sentir, cómo si no fuera su nariz ese trapo rojo que ahora tenía fuera de lugar, al que le metía la punta de los dedos.

Algunos le miraban la cara, otros los ojos, sus ojos, muy abiertos igual que la boca, que desde que el cadabra no había cerrado quedándose con esa mueca, en esa forma, bajo el agujero brillante y carmesí que le había aparecido en medio del rostro. Pero la mayoría le miraba la nariz; la que tenía en las manos, la qué él sentía tibia mientras la deformaba violentamente. Las niñas y los niños, miraban para otra parte, a veces las caras de sus padres que miraban alucinados.

Quienes no dejaron de mirar, vieron como intentaba volver a ponérsela, a ponerla de nuevo en su lugar. Se divertán con cada fracaso. Fue entonces cuando él, Adán Payaso, volvió a mirarlos a ellos, al público que aplaudía y vitoriaba su espectáculo, viéndoles reirse a todos con sus dientes sucios y blancos, animales con sus barrigas llenándose y vaciándose de aire cargado de circo, y antes de que esa gente se acercara dio el payaso un paso, y hubo un estruendo tal que todos de nuevo callaron.

Silencio. Adán Payaso los miró. Con el revés de una mano se limpió la boca dejando una estela en las mejillas, y sobre los labios, silencio, y bajo los labios casi hasta el mentón. Y más silencio cuando arrojó al suelo la carne roja que había sido su nariz, con todo y cartílago. Silencio.

Levantó una pierna y con la bota la empezó a pisar.. Gritos, a pisarla y paterla, gritos, a sentirla aplastarse cada vez, gritos, como si en vez un pedazo de carne muerta fuera dios que le pisara de nuevo la cara. Gritos, gritos, gritos, sí gritos, pero ahogados. Porque era solo él el que gritaba. La gente en cambio reía, más y más cerca, cada vez de más cerca. Sus carcajadas destrozaban los tímpanos de Adán Payaso, que tapaba con las manos los oidos hasta que en una de las patadas el pedazo de carne roja fue a parar a las manos de un huérfano, malcriado, que en vez de devolverla, mirando al payaso a los ojos y haciéndose el loco, la guardó bajo la camisa y se fue corriendo con ella. Solo entonces las risas pararon y no faltó quien dijera algo sobre cómo la juventud estaba perdida, porque ¡cómo era posible que le hayan robado la nariz ese pobre hombre!..

¿Y cómo termina la historia? Preguntó Alberto Laiseca que desde que la nariz cayó en manos del huérfano, pensaba en María, en la única vez que ha estado en Puerto Madryn. En esa vez que ella, en lo que parecía una respuesta a una movida de él, lo miró, le puso una mano en el pecho, la otra en la entrepierna y le dijo: “lo siento querido, y tienes más suerte de la que piensas, porque el mounstruo que ahora necesito no es narrador, es poeta” y soltándole, no recuerda primero qué, le dió una palmadita en la mejilla, acercó su cara a la suya y le susurró al oido, escandalizando las miradas de las demás mujeres y algunos hombres en la escena.

El cuento termina con un payaso sin nariz, murmurando, dirigiéndose al centro de la carpa donde como una puerta cerrada sobre las manos, o un martillazo en los dedos; como una mordida en la lengua, de todos los demás, con un cañonazo y pólvora, se voló la cabeza.

Eso es lo que cuenta la gente que vió. Pero es lo que no se vió, lo más importante y el verdadero origen del posterior mutismo de Laiseca, un hombre tímido pero experimentado que no iba a resultar fácilemente intimidado por histeriquismos de ninguna brujita, fue que ese día recibió él un regalo inesperado: “Tu sabrás que hacer con esto” fueron las palabras de ella. Pero él no sabía, no tuvo ni idea, al menos al principio. Además no había nada sobre eso en la literatura humana conocida, coincidencia fatal que lo pondría trágicamente en el mismo camino que el periodista Lance Spencer, cuando al final tuvo ella razón.

¿En serio le cuentan esa historia a sus hijos? Preguntó Laiseca con veneno.

El H. guardó silencio. A la Meli y la Eli, les daba tres pitos lo que pensara Laiseca. Era al H. al que miraban con recelo, pues si bien cada payaso de familia conocía al menos una versión de esta historia, ninguna recordaba que haya sido jamás contada a una persona cualquiera.

La Meli, siempre la más sonriente, y la más desconfiada, se preguntaba qué buscaba realmente este viejo, y le daba mala espina andar así por así revelando a cualquiera sus intimidades, pero confiaba en que el H. no podía ser tan idiota, así que algo debe traerse entre manos se dijo para tranquilizarse y no volvió a pensar en eso.

Pero ¿y con el malcriado que se llevó la nariz? Preguntó con renovado intererés Alberto Laiseca, justo en el momento en que Santiago Nasar se acercaba a su mesa y le pasaba por la espalda.

Santiago Nasar, que se debatía entre el pulso acelerado, la falta de aire, los sudores fríos y la curiosidad enfermiza, tranzó. No fue a presentarse y sentarse en la mesa, sino que recurrió al hoy clásico preguntarle al mozo para hacer tiempo mientras pretendía cruzar al baño.

A pesar de que el negro Osvaldo Ulloa estaba en un humor conversador, cosa rara esa, Santiago Nasar solo tuvo tiempo de escuchar algo sobre un niño que perdido que al parecer encontraron años después en europa haciendo de clown Augusto, y a quien se dice, perseguía la tragedia.

Al parecer, Laiseca trataba de obtener detalles sobre dichas tragedias, pero no le veía satisfecho con las respuestas. Luego Santiago Nasar fue al baño. Cuando salió, Alberto Laiseca se había ido; solo quedaban los payasos que, según le parecía a él, no dejaban de mirarlo. Tragó en secó, y sin mirar caminó a su mesa.

Se sentó, a prisa terminó un café y pidió la cuenta. El negro Ulloa se acercó y entregándole un sobre le dijo que no era necesario. ¿Por qué? Preguntó ¿y esto qué es? Miró a la mesa de los payasos y estos se habían ido. No se había dado cuenta cuando. El negro Ulloa miró también y notó que los artistas no habían dejado propina.

La cuenta la pagó el caballero alto que estaba en aquella mesa. Respondió el mesero y me pidió que le entregara eso, qué usted sabría que hacer; Agregó.

Santiago Nassar, desconcertado, guardó el sobre, dio las gracias, se pusó de pie y en marcha. Caminó varias cuadras atravezó el parque ese al que da el balcón de la pensión donde vivió la Storni, y caminó hasta Sarmiento. Se sentó en la plaza Libertad. Metió la mano en el bolsillo sacó el sobre y lo abrió.

Por varias semanas, no pudo dejar de pensar en narices. Se la pasó mirando las narices a todo el mundo. Luego, cuando no bastó mirar, intentaba tocarlas y hasta morderlas.

En el sobre, lo que había adentro no era papel, era algo más… humano; estaba escrito y Santiago Nasar reconoció la letra. Fue entonces cuando lo supo. Por fin había entendido. Así que empacó lo que pudo de sus cosas y huyó de Rosario, porque en todas estas historias, mucho antes del final, matan siempre al mensajero.

*

Dos horas y trece minutos estuvo esperando en la carretera. Otra vez a dedo, se dirigía al sur. Había caído la tarde y todo parecía normal, tranquilo, casi nada fuera de lugar; acaso el chofer, que no era mexicano, silbando ese disco de José José.



H.
Santiago, 2011.- 


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